En 2016 se publicó The Power, una novela de Naomi Alderman, que cuenta una distopía en la que las mujeres desarrollan la habilidad de emitir energía eléctrica por las manos, lo que da un vuelco a la sociedad patriarcal y a la historia del mundo. La novela, que Amazon está por convertir en una serie de televisión, recibió aclamación de la crítica y de sus lectores, entre ellos Barack Obama, que en 2017 lo enlistó como uno de sus libros favoritos de aquel año.

No pude evitar acordarme de todo esto hace algunas semanas, cuando se lanzó el tráiler de Nuevo Orden, la película de Michel Franco que recientemente ganó el León de Plata en Venecia. Su premisa es similar: el sistema de desigualdad que reina en México se subvierte (o eso sugería el tráiler), por lo que la élite rica y blanca queda a merced de un nuevo gobierno militar nacido en medio de la revuelta de inconformes morenos, marginados, y un nebuloso etcétera, todo ello en un código distópico que no escatima en violencias. A pesar de los laureles internacionales, en México la película de Franco recibió, apenas salió el tráiler, una oleada de críticas que acusaban su película de raciclasismo oportunista o, cuando menos, de miopía social. Decidí esperar a ver la película para hablar de ella, aunque fuera por decoro, pero la verdad es que no hacía falta: el tráiler era un avance del filme tanto como de sus errores. De hecho, digámoslo de una vez. Nuevo orden es, como se profetizó, superficial y efectista; no da la impresión de estar denunciando la realidad social del país, sino de estarla usando —y a lo largo de este texto espero explicar por qué me lo parece—. Esto no quiere decir que una película así tenga la obligación de ser una denuncia, pero recupero las palabras del propio director durante la conferencia de prensa de lanzamiento: «realizamos la película para combatir ese racismo, ese clasismo que nos avergüenza mucho, que predomina en el país». A diferencia de The Power en relación con la desigualdad de género, Nuevo Orden está lejos de lograrlo.
¿Por qué The Power funciona y Nuevo Orden no? La primera no es nada complaciente con la moralidad de sus mujeres protagonistas, y su historia, si bien critica con agudeza al patriarcado, tampoco deja bien parado al nuevo régimen. ¿Por qué, entonces, la novela se percibe como un agudo comentario social, mientras que la película de Franco es vapuleada desde distintos frentes?
La respuesta, creo, es una decisión tanto artística como social, y que podemos llamar, en el primer terreno, el «punto de vista» —que corresponde a los personajes— y, en el segundo, el «lugar de enunciación» —del director—.
Una conclusión recurrente sobre la película es que Franco fracasa en su denuncia porque es un hombre blanco, como los protagonistas de todas sus otras películas, y no ha vivido la desigualdad en carne propia (a diferencia de Alderman, que es mujer, con lo que ello implica). Esto es, en el más estricto sentido, falaz. Como todas las falacias, no es necesariamente una mentira sino una afirmación compuesta de verdades chuecas. Es decir, las circunstancias del enunciante no tienen por qué definir, y mucho menos acotar o prohibir, la razón de sus postulados. O, para acabar pronto, no hay que ser margarita para ejercer la botánica. No obstante, dejando a un lado los determinismos, tampoco es falso que el lugar desde el que uno enuncia sus ideas, sobre todo si uno no lo ha estudiado a conciencia, no lo ha habitado críticamente, pueden traicionar las mejores intenciones. Creo, en efecto, que Michel Franco no ha sometido sus propias coordenadas a ese examen, o no lo ha hecho bien. Y eso se traduce en decisiones artísticas.

Nuevo orden es dos historias, una al frente y otra al fondo: acá, una familia rica y corrupta, victimizada de distintas maneras por los revolucionarios del hartazgo; allá, la revolución misma. El problema es que aquellos sabemos mucho, vemos a través de sus ojos, sentimos sus lutos y sus arrepentimientos, y de estos no conocemos ni siquiera los motivos concretos. «Escribí la película», afirmó Franco, «haciendo un esfuerzo por no ponerle etiquetas, nombres y apellidos a las cuestiones políticas (...) No es un tratado de la realidad, pero sí atiende temas, como la disparidad social, que me preocupan mucho». Esto, aunque válido desde una perspectiva más amplia, se traduce en un vacío narrativo; es decir, Franco expresa sus ganas de abstraer su distopía de la realidad, pero al mismo tiempo parece exigir que el espectador la conozca a detalle si quiere comprender los motivos de su antagónico colectivo. Lo que es peor, en mi opinión: en el proceso de abstracción, ese antagónico se parece mucho a los conceptos de «polarización», «odio» y «resentimiento» que usan precisamente las élites para uniformar —y con frecuencia deslegitimar— las muy diversas luchas sociales. En este rubro, The Power es mucho más sagaz: nos lleva a conocer las historias de sus cuatro mujeres protagonistas, desde su condición de supervivientes de la violencia machista hasta su erección como piezas clave del nuevo régimen, mientras que, por medio de la voz de un periodista, asistimos a la transformación de la sociedad, no exenta de venganzas y atrocidades que configuran nuevas víctimas. Alderman elige distribuir la empatía del lector entre diversas voces, mientras que Franco le pone un cono al cuello. Es cierto que una novela da lugar a distenderse más que una película; es cierto también que en Nuevo orden hay atisbos de la marginación que viven las personas no privilegiadas y guiños a la decadencia moral de los ricos, pero ni estas migajas argumentales son suficientes para crear un cuadro equilibrado, ni es imposible escribir dos horas de película con dos puntos de vista —de hecho, la historia se toma su tiempo siguiendo a más de un rico—.
Por último —aunque en la misma línea—, The Power hace una prestidigitación final: enmarca su historia en otra historia futura: la novela que leemos es en realidad un libro de historia antigua escrito por un hombre que vive en esa distoṕía en la que él es, muy literalmente, «el sexo débil». Al usar este filtro temporal, Alderman disloca la analogía con la realidad, la dota de perspectiva narrativa y matiza un poco la obviedad de sus intenciones. Nuevo orden, por el contrario, no se molesta en crear el universo distópico, sino que parece simplemente acelerar lo que él considera una consecuencia natural de la ya mencionada y falaz «polarización». Como distopía, pues, es bastante holgazana.
Hay, claro, otros elementos rescatables o discutibles en la historia que narra la película, pero en lo que respecta a las críticas que recibió desde el lanzamiento del adelanto, me parecen sin duda justificadas. En cuanto a las pretensiones expresadas por su director, Nuevo orden falla porque el lugar de enunciación del director, libre de cadenas analíticas, se cuela en los puntos de vista elegidos para narrar la historia, y deja en las sombras la voz y la mirada de aquellos que presume beneficiar. Alguien puede verla y salir indudablemente estremecido por las escenas de violencia, incluso advertir una vaga reminiscencia de las noticias, y hasta algo de miedo si vive (o cree que vive) en las clases altas, que lo hagan dictaminar un sustento sólido de la película en la realidad, pero lo cierto es que las raíces no están ahí sino en otro lado, en el lugar de enunciación del director, sobre todo cuando hay ejemplos, como The Power de Naomi Alderman, de que lo contrario es posible. No creo, pues, que el lugar de enunciación determine nuestras opiniones y nuestros productos artísticos; de hecho, creo que es necesario combatir esa simplificación en favor de la razón. Lo que es innegable, sin embargo, es que Nuevo orden no abona a ponerla en tela de juicio, sino que la alimenta.
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