Hablar críticamente sobre la llamada cultura de la cancelación es transitar un campo minado porque se corre el riesgo de ser asociadx con esa crítica hueca, casi siempre emanada de la derecha ideológica, que, con tal de mantener las desigualdades existentes de las que se ve beneficiada, se queja de que «ya no se puede decir nada» porque «todo mundo se ofende» y «por todo te cancelan». Sobra aclarar la no poca repulsión que me provocan esas posturas simples, pero en cualquier caso el riesgo no se excluye con la pertinencia de cuestionar, también desde la justicia social, los vicios en los que caemos.
Ayer en la tarde, la joven activista ambiental Greta Thunberg tuiteó, en relación con el conflicto Israel palestina —por «conflicto» me refiero, naturalmente, a la política genocida de limpieza étnica que el estado israelí ejerce sistemáticamente contra el pueblo palestino, y a las respuestas de este, que provocan desiguales enfrentamientos como los acontecidos en estos días—: «Para ser muy clara: no estoy "en contra" de Israel o de Palestina. No hace falta decir que estoy en contra de cualquier tipo de violencia u opresión de parte de quien sea, venga de donde venga. Y, una vez más: seguir lo que está ocurriendo en Israel y Palestina es devastador». En tanto opinión, digamos, in vitro, se puede calificar con cierta tranquilidad de demasiado moderada; incluso recuerda un poco a esos súbitos despliegues de amor por la humanidad entera de quienes dicen «ni machismo ni feminismo: humanismo», o al contramovimiento #AllLivesMatter, que utilizan de forma artera una premisa loable (que todas las personas valen y deben tener derechos) para desentenderse de una desigualdad que existe de facto en la realidad, o incluso negarla. En tanto opinión, puede discutirse, replantearse, cambiar, pero en épocas recientes eso parece ser lo menos importante.
Twitter hizo su magia (negra) y los comentarios de Thunberg recibieron lo esperado: en un extremo, sensatos análisis, en el otro, insultos; en medio, en un terreno acuoso que se alimenta de ambos polos, los adjetivos: «ecofascista», «blanca privilegiada», «niña rica», «tibia», «ecologista liberal», «eurocentrista». No pretendo centrarme en ninguno de ellos en particular porque todos tienen cierto asidero con la realidad (por eso a veces se confunden con el análisis) y no me interesa que quienes los utilizaron traten de convencerme de que tienen razón. Es más, la tienen, lo digo sin ironía, ni siquiera tienen que convencerme. El problema, creo, es que tener razón es solo la mitad de tener razón.
«Cancelar» suele referirse a boicotear moral, social o financieramente a una persona que ha incurrido en una opinión o conducta problemática desde el punto de vista de la justicia social y los derechos humanos. Por lo regular le pasa a las celebridades, pero el término es, oh paradoja, cada vez más democrático e incluyente. También significa hacer todo o parte de lo anterior llenando de adjetivos al personaje en cuestión. Como señala la activista y feminista negra adrienne marie brown, la cancelación tiene sentido como un método de rendición de cuentas para figuras en puestos de poder, cuando los demás sistemas (el jurídico, el institucional, etc.) le han fallado a las víctimas; por el contrario, cuando se horizontaliza, se corre el riesgo de entrar en modo policiaco, o quizá epidemiológico, dado que —como han hecho notar también ensayistas como Natalie Wynn y Lindsay Ellis— el riesgo de cancelación opera por contagio: uno no solo debe cuidarse de caer en conductas u opiniones reprochables (lo cual, sobra decirlo, es muy recomendable), sino también de estar asociado en modo alguno con quienes lo han hecho; si una persona incluso vagamente relacionada con el o la cancelada en turno no hace explícito su repudio, o se atreve a ofrecer una opinión matizada, adquiere la infección y es a su vez cancelada. Ayer, por ejemplo, la tibieza se le contagió a quienes se atrevieron a apuntar que Thunberg es una persona de 18 años y a sugerir la muy radical noción de que la gente de 18 años tiene aún tiene muchas cosas por aprender. Por algún rincón, a raíz de la contagiadera, voló también el adjetivo «adultocentrista», ya ni sé bien de qué lado de la discusión, la verdad. Cuando estaba en la primaria me peleé con mi amigo Sebastián en un convivio del Día del Niño, por alguna razón. No llegamos a los golpes pero nos arrojamos hot dogs y paletas de hielo. De limón. La izquierda tuitera a la que pertenezco me recuerda seguido a ese episodio; no nos insultamos porque no vaya a darse la impresión de que no somos gente educada, pero intercambiamos adjetivos cargados de nuestras certezas.
El problema de nuestros adjetivos, decía antes, no es que sean falsos. Casi nunca lo son, si se me permite la inmodestia. Cuando fulanito ha hecho un comentario que reproduce el racismo, es mucho más fácil sostener la afirmación «fulanito es racista» que la de «fulanito no es racista». No solo eso: muchos de esos adjetivos fueron paridos gracias a luchas legítimas y sesudos estudios. El problema de los adjetivos aplicados a las personas es su vocación de portazo. Etiquetar, cancelar, «no sirven para abordar malentendidos, emitir críticas, ni resolver contradicciones», sigue adrienne marie brown. Sirven para categorizar, para agrupar en campos semánticos, como hace Netflix con las series. Ok, tal vez Greta Thunberg no se va a tomar la molestia de debatir con nosotrxs. Pero, como ya vimos, la adjetivación serial es generosa. Todxs somos susceptibles de adjetivar y ser alcanzadxs por el rayo adjetivador.
La adjetivación y la cancelación en general parten de un criterio cinematográfico: la dicotomía del héroe y el villano. De nuevo, no pretendo inscribirme entre esas voces que acusan «¡superioridad moral!» a la menor provocación; esa es una calle cerrada y aburrida. Pensemos en esta dicotomía no como una de tipo moral sino narrativo. El villano es la fuerza opuesta, la que desea lo contrario a lo que desea el héroe. Para quien busca la justicia social, el villano es quien busca perpetuar el statu quo de las desigualdades. En la ecuación cancelatoria, la variable del villano la llena el destinatario de los adjetivos. Pero hay un pero. El villano es siempre coyuntural; existe como tal en función del deseo del héroe y, muchas veces, del castigo. Si tantxs de ellxs mueren al final de la película, no es solo como retribución al daño que han causado, sino para que el público no tenga que lidiar con la posibilidad de su futuro. De otro modo, las y los guionistas tendrían que trabajar con conceptos mucho menos taquilleros como el diálogo y la rehabilitación. En la realidad, nadie es coyuntural. La gente tiene el mal gusto de ser compleja, y los caminos del aprendizaje son sinuosos, lentos y lacerantes incluso sin tuiterxs gritonxs fiscalizando el avance. Yo, por ejemplo, no puedo adjetivar ni cancelar a mis alumnxs, por mucho que reproduzcan, a veces incluso de forma descarada, los peores vicios de la desigualdad; no porque no se lo merezcan, sino porque sería cuando menos una oportunidad perdida.
También, en tanto que individualiza, el adjetivo traiciona el corazón de la lucha social. Decirle a alguien que «es misóginx» o que «es ecofascista» en lugar de elaborar sobre cómo la misoginia o el ecofascismo se cuelan en sus mejores intenciones es la forma más inútil de tener razón; hace pensar al susodicho que el problema es él, no el entramado de sus ideas, le hace el juego a las estructuras cuyo mayor éxito es invisibilizarse, y sitúa de inmediato al interlocutorx a la defensiva, un pésimo lugar para el aprendizaje. No sé cómo vaya a reaccionar Greta Thunberg al alud de adjetivos, pero sí sé cómo reaccionaría el grueso de la población.
No quiero sugerir con todo esto que la exposición pública de las desigualdades es inocua, pero sí creo que debemos empezar a elegir mejor nuestras batallas para no correr el riesgo de banalizar luchas enteras. Tampoco quiero pasar por alto que muchas personas de sectores sociales vulnerados están justamente cansadas de sentir la responsabilidad de educar al resto, o que en ciertos casos abrir la puerta al diálogo implica el muy real riesgo de abrir la puerta al abuso, aunque sea verbal. Sin embargo, aunque me dan ganas, por más que busco no encuentro una razón para concluir que estas verdades se excluyen con la certeza de que la cancelación, al menos cuando se trata de comentarios y de gente que no está en lugares de poder no simbólico, no es el camino a resolver los problemas que son el motivo primigenio del cansancio. Ahí opera, eso sí, la instrumentalización del privilegio de quienes los tenemos, para no callar lo que otrxs, con toda razón, están hartxs de repetir. En cualquier caso, estoy convencido de que una forma de empezar a mirar críticamente la cultura de la cancelación sin caer en el juego pantanoso de la derecha es comenzar a monitorear cómo dosificamos nuestros adjetivos. Me incluyo, naturalmente, porque tengo mucha cola que pisar al respecto. De otra forma es como seguir aventándole hot dogs a Sebastián ad aeternam. Saludos a Sebastián.
Crédito de la imagen: Getty Images / Leon Neal
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