A los hombres nos gusta mucho el amor. Es la verdad, no hay mensaje escondido. El amor en general, y el amor de pareja en particular. Por supuesto, existe una concepción tradicional que asocia la centralidad del amor (la predisposición y el talento para ello, incluso) con la vida de las mujeres, y a los hombres más bien con la búsqueda de la satisfacción sexual. Es, por supuesto, un prejuicio; además, como apunta Bell Hooks en The Will To Change, «los hombres acuden al sexo en la esperanza de que les provea de la satisfacción emocional de normalmente vendría del amor». Prueba de ello es que en últimos tiempos he tenido que investigar y leer, para un libro en el que estoy trabajando, a ideólogos de derecha y defensores de la masculinidad tradicional que difícilmente leería motu propio, y casi la totalidad de ellos orientan sus reflexiones en función de la idea de «conseguir pareja»; sus disquisiciones sobre el concepto de macho alfa, por ejemplo, suelen ilustrarse o de plano basarse enteramente en una «mirada femenina» omnipresente, en lo que las mujeres encuentran atractivo o no. Es decir, que el binarismo sea un reducto del pensamiento conservador no es ninguna sorpresa, pero que las incautas audiencias de Jordan Peterson se acerquen a él en busca no de participar en un debate intelectual sino de consejos para conseguir pareja (en su sentido también más tradicional) dice mucho de que los varones —incluso los varones más tradicionales con toda su coraza de frialdad—, estamos obsesionados con el amor. Aceptarlo, claro, no da muchos puntos de popularidad; uno no va por la secundaria diciendo «me gustaría que me quisieran» o «quiero una novia para experimentar la ternura, el cuidado mutuo y el crecimiento en pareja», y entre varones adultos la cosa no es muy diferente. Quizá por eso nos conformamos —como lo hacen, aunque por otras razones, las mujeres— con una versión descafeinada, socialmente más cómoda, del amor, por lo general referida como amor romántico pero a la que yo prefiero llamar fast love o amor chatarra, porque entre la gran mayoría de la gente la palabra romanticismo goza todavía de una carga semántica positiva que prefiero esquivar.
La palabra fast (rápido, en inglés) suele anteceder a ciertos sustantivos para colorearlos de industrialización, poca responsabilidad social y hasta daño a la salud. La fast food, por ejemplo, es aquella comida de pobre contenido nutrimental que, consumida en exceso, puede incluso resultar fatal; la fast fashion es un modelo de negocios que produce vestimenta barata de hacer (echando mano de obra mal pagada en países emergentes) y barata de comprar (con altos niveles de obsolescencia y, por tanto, de contaminación). De igual forma, el fast love nos propone un modelo de relación prefabricado y consumible en masa con consecuencias lamentables para nuestra salud emocional y la estructura de la sociedad.
El fast love es, por supuesto y para empezar, heterosexual (lo que no quiere decir que sus dinámicas no se reproduzcan, a veces punto por punto, en parejas homosexuales). Es monogámico (con el matrimonio como su expresión máxima), y por ello exclusivo y un tanto obligatorio. Puesto así no parece tan fast, puesto que pretende durar una vida, pero no va por ahí la cosa. Lo rápido no está en la duración sino en que está listo para usarse. Nos presenta un modelo prefabricado de roles y aspiraciones que puede ponerse como una camisa. Como la moda rápida, que no considera la gran pluralidad de cuerpos y abarca solo un set de tallas más o menos normalizadas en perjuicio de gran parte de la población, nos ofrece una versión del amor lista para consumir y poner en práctica, compuesta por máximas incuestionables.
Una de estas máximas es que «el amor todo lo puede». Por ejemplo, en la película The Notebook (2004), una de las más exitosas historias propagandísticas del fast love, el narrador nos dice que los protagonistas «no estaban de acuerdo en algunas cosas. De hecho, rara vez estaban de acuerdo en algo. Peleaban todo el tiempo. Pero, a pesar de sus diferencias, tenían algo importante en común: estaban locos el uno por el otro». En el amor rápido y listo para usar, la atracción y el amor se confunden (muy à la Romeo y Julieta); no vale la pena, nos dice, complicarse con otras cuestiones, como la comunicación asertiva, la responsabilidad afectiva o el simple y llano hecho de caerse bien (otra máxima del fast love, hija de esta, es que «los polos opuestos se atraen»); si hay amor —o ese magnetismo de definición convenientemente ambigua— lo demás es secundario. La cita anterior ilustra también otra de las máximas del fast love: «el amor implica sacrificio». Si el amor es todopoderoso, entonces seguro bien vale cualquier martirio. Al consumidor de amor rápido le resulta muy engorroso todo aquello de terminar una relación por desavenencias significativas y tener que enfrentar la pérdida o el miedo a la soledad de manera responsable y adulta, y prefiere mistificar los vínculos para ponerlos por encima del bienestar de los involucrados. Esto se relaciona estrechamente con la normalización del conflicto («todas las parejas tienen peleas») y, en muchas ocasiones, con el maltrato y el abuso. Una máxima más es la existencia de un «alma gemela» o una «media naranja» o cualquier otra metáfora que esconda una idea de predestinación. El fast love, por supuesto, no va a perder el tiempo en la variopinta gama de las relaciones humanas, ni en un ejercicio de categorización honesta ni en lo tocante a las distintas relaciones que una persona puede tener a lo largo de su vida; para él, el amor es uno, es el mismo, listo para usarse, por lo que sus adeptos, más que enamorarse de personas diversas, están pre-enamoradas de una relación ideal que buscan ponerle, como un saco, a una persona que les resulte atractiva, tampoco importa mucho quién sea. Esta máxima, además, lleva bajo el brazo una idea perversa de complementariedad, es decir de incompletud. Igual que la mercadotecnia de la moda se cimenta en alimentar los complejos de la gente y hacerla sentir insuficiente para que continúe comprando aquello que la «mejorará», el fast love robustece la idea de que el ser humano necesita una pareja para estar completa. De esto sobra evidencia; el sistema de la familiar tradicional (fanático del fast love y, de hecho, su culminación ideal) muy literalmente produce y celebra seres humanos de vidas incompletas, con áreas de su existencia en completa oscuridad: mujeres impedidas para la realización profesional y hombres incompetentes para hacerse cargo de cosas tan elementales para la supervivencia como limpiar o cocinar. Todo en nombre del amor.
Esta lista de instrucciones del producto de fácil consumo que es el fast love está poderosamente cimentada, valga decirlo, en los roles de género. Si se es hombre, por ejemplo, a lo ya mencionado hay que añadir algunos mandatos —abrir la puerta del coche, pagar la cuenta cuando menos en las primeras citas, proveer soluciones prácticas, adivinar qué hizo mal y pedir perdón, traer el pan a la mesa— y de algunos beneficios —la belleza, la entrega sexual, la tolerancia a la infidelidad, el perdón siempre renovado, la impunidad y el cuidado—. Décadas de estudios feministas dan cuenta del desequilibrio de esta repartición de roles en la pareja que nos beneficia, en la gran suma de las cosas, sobre todo a nosotros. Es verdad, y ello da cuenta del acuerdo social, sobre el que aún descansa el funcionamiento del mundo, de valorar lo que se considere masculino y desvalorizar lo que se considere femenino. Esto no excluye (si bien tampoco se justifica en) el hecho de que los hombres no salimos indemnes. Al consumir amor chatarra, contribuimos a la renuncia a la complejidad, a la mutilación emocional y a la reproducción de prejuicios que de por sí mancillan la historia de los hombres. Como cualquier producto desechable, elaborado para reproducir una concepción hegemónica del mundo y atravesado de todos sus problemas, nos vende la ilusión de estar creado a la medida, cuando en realidad está hecho a una medida. Cuánto del sufrimiento por amor, de hombres y mujeres, no será el de querer forzar al ser amado a entrar en esa medida prediseñada del amor, que no es de su talla, ni de su gusto, ni a veces de su conocimiento.
Si los hombres, aun los que no lo dicen abiertamente, estamos tan desesperados por encontrar el amor, tendríamos que empezar a buscar en otra parte. Las mujeres, conforme comienzan a buscar relaciones más igualitarias, se topan con el muro de nuestra absoluta falta de interés en abandonar los vicios del fast love (o de nuestra tendencia a fingir incluso esta versión enferma del amor para conseguir sexo). Llega, siempre tarde, la hora de corresponder. Hay cada vez más ejemplos exitosos del amor igualitario, amor horizontal, amor consciente, amor bonito, o como se le quiera llamar a la contraparte del amor prefabricado. Se puede construir relaciones, esas sí, a la medida: a la medida de los intereses, las necesidades, el momento de la vida y las posibilidades de cada uno. Se puede construir relaciones basadas en acuerdos transparentes, renegociándolos cuando sea necesario y sin normalizar el conflicto, sin ser presos de máximas totalizadoras y sin enamorarnos de moldes que poco o nada tienen que ver con la persona amada. En el fondo, el amor chatarra es una forma del pesimismo, la renuncia resignada a creer que hay algo mejor, que es posible relacionarse sexoafectivamente con otra persona sin vivir en la perpetua tensión de ajustarse a los moldes de los que, nos dicen, depende nuestra felicidad. Nadie sobrevive mucho tiempo —no sin consecuencias graves, al menos— a base de chatarra.
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