Me da vergüenza confesarlo, pero una de las cosas que más extraño de la vida pre-pandemia son las plazas comerciales. Quisiera extrañar algo menos pedestre, la verdad. Pero así ha sido esto. En lugar de aspirar a la majestuosidad de la naturaleza o a las entrañables compañías, me descubro nostálgico sobre todo de cosas que antes me parecían de menor categoría. Estoy consciente de la inelegancia de añorar esas moles de frivolidad, esos escaparates monumentales que albergan, alimentan y celebran la consigna de comprar, comprar, comprar, esos reductos del privilegio de los privilegiados a medias. Siento, no obstante, esta urgencia de excretar la sensación de vacío que me provoca no poder recorrer esos pasillos sin alma.
Me temo que se deba, como tantas cosas, a mi mala suerte en el volado geográfico. Siendo una de las docenas de miles de personas que viven en el Estado de México y trabajan en la Ciudad de México, paso —pasaba, quiero decir— buena parte de la semana en el ejercicio de un nomadismo agotador. Doy clases en una escuela al norte de la ciudad y en otra en (lo que para mí ya cuenta como) el sur profundo; a media jornada, salía de una y me dirigía a la otra. Ahora todas esas clases las doy desde exactamente el mismo metro cuadrado de mi casa, frente a la cámara, pero entonces era una hormiguita mochilera que trazaba ochos en el mapa de la ciudad. Casi no echo en falta (o al menos he aprendido a acostumbrarme, con el paso de los meses, a vivir sin) los compañeros del trabajo, las lecturas en el transporte público, las clases presenciales; resulta que lo que más extraño son los rellanos del día, las pausas en el camino diario, en las que me detenía en Oasis Coyoacán, a comer, caminar, leer o gastar dinero a lo estúpido. En Coyoacán hay, sin duda, otros espacios más bellos, más verdes y más dignos. Los he recorrido todos y, maldita sea, no los extraño tanto como esa otra oda al anonimato, con su área de comida procesada, su Miniso, su Best Buy Exprés y sus dos (¡dos!) Starbucks. Henry David Thoreau, en su ensayo sobre la caminata, admite huir de la ciudad e irse al bosque sin más asunto que el de recorrerlo y pensar; así yo, pero entre anuncios del McDonald's y promocionales de Ocesa. Parece que medito mejor si estoy esquivando promotores de UNICEF o ejecutivos de Bancomer —¿le interesa una tarjeta de crédito?, no, ¿algún motivo en particular?, sí, no confío en mí, gracias—. Ahora, encerrado por mi propio bien y el de los míos, me veo obligado a reflexionar sobre la vida en silencio, en un espacio penosamente adecuado.
Extraño perderme en Plaza Satélite porque, tras décadas de visitarla, no me la aprendo; me hace falta la dejadez de La Rosa, esa plaza horrible con vocación de pasillo en medio de la Zona Rosa; añoro el olor a pinol gourmet de Plaza Carso, donde unos calcetines cuestan varios días de mi salario. Quisiera poder dar vueltas por Reforma 222 o por Parque Lindavista sabiendo que la gente a mis costados está ocupada en comprar algo, en fingir algo, en sentir que de eso se trata su vida o en tratar de salir de ahí cuanto antes; quisiera ir a simular que voy a comprar un libro en Sanborn's solo para usar un baño público pero no tan público como los de afuera. Tengo ganas incluso de conocer plazas nuevas, hacer turismo del vacío, con el único propósito de recordar lo que se siente y ver si entre un Bershka y un islote de Moyo se me ocurre una idea para colorear una novela o sembrar un ensayo. Algo tendrán esos lugares diabólicos que no encuentro entre árboles y empedrados. La naturaleza tiene la tendencia a recordarnos qué tan pequeños somos; los centros comerciales, a ignorarnos, a dejarnos en paz. Quizá pongo la creatividad y la reflexión, ese ruminar mientras se anda al que refiere Thoreau, como pretexto; quizá sea que la vida no estaba en los huesos del día sino en las artículaciones. ¿Será que, el día que me muera, cuando vea pasar toda mi vida frente a mí, veré mis logros y mis tragedias mezclados con el techo malpintado de nubes de Mundo E o las demostradoras de perfumes del Liverpool? Ojalá sea, cuando menos, algo más susceptible a la cursilería a la que se tiene derecho en el umbral de la muerte, como el paisaje que se ve desde La Cúspide en Lomas Verdes, o acaso unas escaleras eléctricas que de niño insistiera en recorrer en sentido contrario. En cualquier caso, qué vivo me parece ahora lo mundano.
Comprendo, como dice Wisława Szymborska en «Despedida de un paisaje», «que mi tristeza no frenará la hierba» o, en mi caso, los murmullos desangelados de la gente que, obligada por la necesidad, sigue abriendo locales y limpiando baños y —también, como no—, de quienes siguen paseando y comprando ropa a sobreprecio como si nada pasara, como si el virus no existiera, como si el mundo no fuera todos los días un nuevo obituario. A pesar de los esfuerzos antihumanos de estos últimos, quiero pensar, llegará el día en que podamos volver a los espacios que no sabíamos que queríamos, aun los menos honorables. Por ahora, no me queda más que decirle al impecable infierno de Oasis Coyoacán los versos con los que cierra Szymborska: «Te he sobrevivido lo suficiente / y solo lo suficiente / para recordarte desde lejos».
Crédito de la imagen:
LUISGERARDOGORDOA
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