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  • Foto del escritorAdrián Chávez

Notas para la escuela virtual

En The History Boys, una obra de teatro de Alan Bennett sobre la docencia (y, hasta cierto punto, una aguda parodia de La sociedad de los poetas muertos y demás historias que romantizan la enseñanza), una maestra afirma que «para un alumno, lo más difícil de entender es que el maestro es un ser humano; para un maestro, lo más difícil es no ceder a la tentación de decírselo». No sé si estoy de acuerdo, pero la frase me resuena ahora que termino de dar las primeras clases en línea de este año atípico y de muchas formas aterrador. Comienzo y aun así estoy cansado como si fuera fin de ciclo. Cómo lidiar con ese cansancio, me pregunto y, más apremiante, cómo esconder ese cansancio, ese síntoma de humanidad, de mis estudiantes, probablemente igual de atormentados aunque estén constreñidos, por presión institucional y social, a encender su cámara y no dejar de aceitar el eje del mundo. Cuánta humanidad se cuela en las cortinas, el librero, o el maullido del gato. Y cuánta humanidad se queda atorada en los tropiezos del wifi, en las imágenes congeladas, en la segunda dimensión. No se puede recitar Oh, Captain, my Captain por Zoom. Sonaría como suenan Las Mañanitas en las juntas: una polifonía robótica, pesadillezca.


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Hay un pequeño silencio, provocado por el delay de señal entre la pregunta del maestro y la respuesta de un alumno piadoso, en el que caben todas las preguntas vocacionales posibles.


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Salimos ganando en la rifa del privilegio, de todas formas. Hay quien no perdió su trabajo; hay quien tiene que dejar de estudiar para abonar a la supervivencia familiar; hay quien quiere estudiar pero no tiene los recursos tecnológicos; hay quien no sabe qué nuevas deidades sean Zoom, Meet, Jitsi. Hay para quien la escuela era un problema antes de que la escuela se volviera un problema. Hay quien, al margen de la adecuación del plan de estudios y las innovadoras herramientas digitales, tiene que lidiar con la muerte de otro ser humano.

Yo solo perdí un grupo. A nosotrxs solo nos recortaron el fondo de ahorro y los vales de despensa.

Enciendes la cámara. Sonríes.


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Agradezco con una gratitud que no conocía a la alumna que participa, al alumno que dice «sí» cuando pregunto si se entendió y no espera a que deduzca la respuesta de la ausencia colectiva de un «no», a quienes encienden la cámara y a quienes no convierten mi clase en ruido de fondo. Pero tampoco juzgo a quienes apenas manifiestan su existencia, a quienes se esconden tras el avatar, a quienes solo quieren que los dejen en paz. No los juzgo porque ese he sido yo, también, en estos días, cuando me toca ser el alumno y no el maestro. Mi clase, me digo, es para los que parpadean tras la pantalla y para los espectros; es un tipo de inclusión que no te enseñan en ningún taller. También por ahí, en los quicios de la ausencia, del silencio, se mete lo humano.


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Unxs maestrxs proponen que el alumnado use el uniforme para las clases en línea. Otra opina que no, por la incomodidad. Otro que sí, por la disciplina. Yo les digo que me parece francamente absurdo siquiera ponerlo sobre la mesa. Alguien más apunta que hay padres de familia inconformes porque ya pagaron el uniforme y nada está justificando el gasto. Alguien, por ahí, tímidamente, menciona a los alumnos. Al final, gana la sensatez: no se pedirá uniforme obligatorio, aunque si algún padre de familia lo decide, puede hacer a su hijo o hija usarlo. Por un momento, no obstante, se perpetró exitosa aunque brevemente una suspensión de la humanidad.


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No debería darme vergüenza estar cansado a cuadro. No me interesa que mis alumnxs escondan sus miedos tras los discursos de resiliencia con que autoridades y comerciales los bombardean. «Estoy igual de aterrado que ustedes», les dije hoy. Si acaso, me preocupa en qué momento nos aburriremos del cansancio y del miedo, en qué momento nos aburriremos de nuestro exceso de sinceridad. Pero, aun así, lo prefiero. Sin muchos motivos para la esperanza, quiero pensar que esta escuela emergente, torpe, mutilada, pondrá de manifiesto todo lo que de inhumano hay en la otra escuela, la que, se supone, está bien. Si me prometen (spoiler: nadie me va a prometer nada) que un poco de humanidad se va a filtrar cuando volvamos a vernos las caras, y conozcamos nuestros cuartos, los ruidos de nuestras calles, los outfits pandémicos que cimbraron el imperio de la solemnidad, entonces habrá valido la pena. «Valer la pena», por otro lado, es un término para los sacrificios, no para las tragedias. Lo que estamos viviendo, no se nos olvide, es una tragedia. La distinción es importante porque el sacrificio requiere una voluntad a la que no estamos ni remotamente obligados. En las tragedias, el mayor mérito es sobrevivir. Maestrxs, alumnxs y familias estamos haciendo eso, sobrevivir. No innovar, no salvar. Sobrevivir. Una cosa de lo más humana, el mínimo aceptable y sin embargo el máximo logro. ¿Se me coló la humanidad al plan de estudios, a la cámara, a la voz? Bien. A partir de hoy, esa es la única lección que de verdad me importa.


 
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