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  • Foto del escritorAdrián Chávez

Quiúbole con La Equis

Actualizado: 24 ene 2021

Ha sido un largo camino desde que yo mismo repartía públicamente condenas e ironías para quienes utilizaban eso que suele llamarse lenguaje incluyente. Por eso, cuando hablo con alguien sobre el tema no puedo evitar proyectar en la persona en cuestión a mi yo del pasado e intentar develar qué habría necesitado para convencerme de lo que sé ahora. Vierto aquí, pues, algunas reflexiones que (con suerte) habrían incomodado al Adrián del pasado pero que también, me gusta pensar, le habrían ayudado a derrumbar esa suficiencia con la que fue programado, esas certezas a las que no les cabía un gránulo de duda.


En primer lugar, hay que poner en tela de juicio el término mismo. Violeta Vázquez-Rojas bien señala acá que el so-called lenguaje incluyente no es un lenguaje (o sea, un sistema organizado de signos), sino apenas una pauta de comunicación; una pauta, montada sobre la lengua (la española, claro, pero también en muchas otras), que tiene como propósito hacer visible un problema estructural, en este caso la irrefutable inequidad del sistema que jerarquiza a las personas por su género. Esta pauta —sigue Violeta— no se limita a usar la ‘x’ o el ‘@’ como marca de género, sino que presenta muchas otras posibilidades, como la preferencia por ciertas palabras sobre otras o el orden en el que se usan dentro de una oración. (Yo, en aras de ser concreto, me centraré en el uso de la ‘x’ como morfema de género no marcado.) No estamos, pues, en el macroterreno del lenguaje, sino en la parcelita de la lengua. Y, como pretendo demostrar, aun si insistiéramos en hablar de una lengua incluyente, el acento de la ecuación debería ponerse en lo incluyente, no en la lengua.


Los principales argumentos contra La Equis que solía esgrimir en mis tiempos de militancia anti-inclusión discursiva eran tres: que deteriora el idioma, que es la gente y no la lengua quien discrimina, y que no sirve para nada. Voy uno por uno.


Que deteriora el idioma


En esto estaría de acuerdo con el Adrián del pasado el actual director de la Real Academia Española, el abogado Santiago Muñoz Machado, quien hace unos días afirmaba que «tenemos una lengua hermosa y precisa» y se preguntaba «¿por qué estropearla con el lenguaje inclusivo?». No nos detendremos demasiado en ese «inclusivo» en vez de incluyente, un calco del inglés que la academia que dirige probablemente reprobaría, porque ese no es el tema acá. Mucho daño ha hecho el lema de la RAE a la lengua española. Limpia, fija, y da esplendor suena a algo que un señor haría con los acabados de su coche, no a algo que necesite una lengua, diseñada y rediseñada constantemente para ensuciarse, para estar al servicio de las inconsistencias del mundo, para bajar al infierno y regresar con souvenirs. No existe tal cosa como estropear el idioma porque el idioma mismo es la más noble institucionalización del deterioro. Quienes estudian lingüística, en su mayoría, lo saben desde siempre, y la sociedad poco a poco despierta a la certeza de que la dicotomía correcto/incorrecto no tiene sentido en el idioma, y que debe sustituirse, acaso, por la de adecuado/inadecuado al contexto. Ahora, aun si pensáramos en La Equis como una pústula que le salió a la lengua, el periodista español Álex Grijelmo —con quien por lo demás discrepo en tantas otras cosas— tiene razón cuando afirma en El genio del idioma que la lengua española es muchos siglos más vieja y más sabia que cualquier persona viva, y que ella solita se va deshaciendo de lo que no le aporta nada y conservando lo que sí; la palabra teléfono, por ejemplo, a principios de la década anterior fue desplazada de los reflectores por celular (¡un calco del inglés!, sufrían algunos) pero, en cuanto los celulares se normalizaron, para estos mismos se comenzó a imponer de nuevo, como es hasta hoy, el genérico teléfono. Que no te preocupe tanto entonces, Adrián del pasado: si La Equis enriquece nuestra comunicación, se va a quedar o se va a acomodar donde convenga, hagas lo que hagas; si no, se irá por donde vino.


Que es la gente la que discrimina y no la lengua


En esto otro estaban de acuerdo con el Adrián del pasado personalidades como Concepción Company, filóloga de la Academia Mexicana de la Lengua y del Colegio Nacional, famosa detractora de la inclusión discursiva, quien ha dicho que la batalla por la igualdad de género «no se da en la gramática, se da en la sociedad».


La lengua, no obstante, no es materia inorgánica importada de Saturno.


Parecería que el español es objeto de esa extraña elevación a lo sublime que conoce también El Arte, en favor de cuyo valor civilizatorio se perdona a quienes lo usan para violentar a otros. Aquél es un acosador, sí, pero ¡ah!, es también un gran artista, como si nuestro lugar generacional en la historia de la cultura dependiera de mantener en puestos de poder a violentadores con cierto (y muchas veces inflado) talento, al margen de la legalidad y del sentido común. Con la lengua pasa lo mismo; se la eleva al Olimpo, como si nos antecediera. Y, sin embargo, la lengua, en tanto que fue creada por la humanidad, es tan indisoluble de sus peores defectos como el esplendor de las pirámides de Egipto es indisoluble del miedo y la sangre de los esclavos que las levantaron. Insiste Company en que, para que cambie la lengua, primero debe cambiar la sociedad, pero olvida que ambas coexisten, se contaminan, juegan y se pelean.


Aquí se me ocurren un par de argumentos menores que solía extraer de esta concepción aséptica del idioma en mi tierna juventud.


Decía, por ejemplo, que La Equis es impronunciable, un reparo justo, al que se opuso más tarde la solución de optar por un morfema vocálico, una ‘e’ (amigues) en vez de una ‘x’ (amigxs). Dado que esta propuesta no acalló el resto de las críticas (las mías, entre ellas), podemos asumir que no era, por lo tanto, el quid de la cuestión.


Decía, también, que el masculino genérico ya incluye a ambos géneros, lo cual no es falso, al menos en términos académicos. Si uno acepta que esto no es decreto divino y sí, en cambio, susceptible de examen, se preguntará las razones de por qué se eligió el masculino y no el femenino. Para explicarse esto, algunas militancias pro inclusión discursiva arguyen de inmediato que la omnipresencia del patriarcado nos llevó a optar por el masculino genérico. Esta es una afirmación que, aunque nos incomode, debe matizarse casi hasta la disolución. Hay evidencia de que la elección del masculino genérico es multifactorial y a ratos caótica (basta citar, por ejemplo, la redistribución del género neutro latino en los dos géneros únicos del español); es innegable, también, que no hay correlación directa entre el uso del femenino genérico y sociedades de hablantes más equitativas (las que hablan árabe por ejemplo, o algunas etíopes, todas ceñidas a férreos patriarcados). Espero que no se me malentienda: el patriarcado hispanohablante está vivo, goza de cabal salud y tiene las manos bien metidas en la lengua (todavía hay quien usa impunemente la expresión el hombre como sinónimo de la raza humana, y cuando el statu quo cuestiona el uso de terminaciones femeninas para adjetivos provenientes de verbos, sigue acudiendo al ejemplo de presidenta, pero no al de sirvienta, que le resulta más cómodo, casi como si el asunto no fuera lingüístico sino más bien una repulsión por las mujeres en puestos de poder); sin embargo, si queremos una discusión seria no podemos obviar los hechos. Ahora, que el masculino genérico no obedezca, o no del todo, a la organización patriarcal de la sociedad no significa que la subversión de este uso convencional del idioma no pueda llevarse a cabo para otros fines; los de denuncia, por ejemplo. (Lo mismo vale con el socorrido principio de economía verbal al que se alude para argumentar contra los dobletes tipo «lectores y lectoras»; que el principio sea y seguirá siendo verdad en lo macrohistórico, no significa que no podamos suspenderlo a propósito en lo contemporáneo para fines de un interés social coyuntural.)


Que no sirve para nada


Hace unos días, el doctor Alejandro Macías tuiteaba: «Nada hemos ganado en equidad con el lenguaje inclusivo; solo hemos destrozado nuestra comunicación y la belleza de nuestro lenguaje». Y la verdad es que el Adrián del pasado habría dicho claro que sí, doctor, porque él, igual que el doctor Macías, es un sujeto adscrito al género masculino, de orientación heterosexual, de piel clara y posición social más o menos cómoda. Tiene razón, doctor, en que no ganamos nada; qué más nos queda por ganar, a nosotros que ya lo teníamos todo. Pero, al margen de lo que un estudio de nuestro lugar de enunciación pueda arrojar sobre nuestras opiniones y de lo ya dicho sobre «destruir nuestra comunicación», llama la atención este señalamiento sobre la «inutilidad» de la inclusión discursiva. De hecho, las sentencias de Concepción Company van en la misma línea, pues asume que el objetivo es modificar la realidad por medio de la modificación de la gramática dura, un esfuerzo cuya posibilidad de éxito hace bien en cuestionar.


Lo que tanto Macías, por llana ignorancia, como Company, por exceso de academia, ignoran, es que ese no es, o no puede ser el objetivo del lenguaje incluyente. De hecho, intentarlo es una batalla perdida de antemano. Sabemos que los cambios profundos en la lengua nacen como los árboles, de abajo para arriba; sabemos que las instituciones que se autoproclaman regidoras del idioma muy rara vez logran imponer entre la comunidad de hablantes un término cultivado in vitro —recuérdese el ridículo de la Fundación Pompéu Fabra cuando intentó inocularnos el término destripe como alternativa a spoiler—; no podemos obviar que La Equis, o sus compañeras La E o La Arroba, e incluso los dobletes, son igualmente propuestas, si no de la academia, sí de una minoría ilustrada. Con esto no quiero desestimar la historia individual de quienes defienden (defendemos) la inclusión discursiva, pero lo cierto es que el grueso de los hablantes percibe estas estrategias, al margen de su sensatez, como artificiales, como decirle destripe al spoiler. Con esto tampoco pretendo atribuir a las masas una sabiduría esotérica, sino tan solo recordar cómo funcionan las lenguas desde que se inventaron. Entonces, si no podemos manipular la realidad con unos pases de magia gramatical, ¿para qué sirve el lenguaje incluyente? Para incomodar, naturalmente, en el mejor de los sentidos.


Quizá recordemos cuando, en las década pasada, cobró fuerza en España el llamado Movimiento Okupa, a raíz de la crisis que dejó sin casa a tanta gente. El verbo okupar se sigue utilizando hoy con el significado de instalarse sin permiso en una vivienda o predio inhabitados. ¡Con k!, gritaron los eternos viudos de la lengua, ¡una falta de ortografía! No me consta pero no me extrañaría que algún reputado escritor madrileño hubiese publicado entonces su indignación en El País explicando, como asumiendo que nadie más que él cursó la primaria, que «la letra k no es una grafía natural del español». Nadie, por supuesto, esperaba que una k solucionara la crisis de la vivienda en España; nadie, por supuesto, habría pensado que era eso lo que buscaban quienes destruían la inmaculada belleza de nuestro idioma incrustándole esa letra impostora. Toda proporción guardada, el propósito era claro, tan claro que, una vez que okupar entró al diccionario de la Real Academia Española, esta misma explicó el asunto de un plumazo en no más de un renglón: «De ocupar, con k, letra que refleja una voluntad de transgresión de las normas ortográficas».


Pues bien, la inclusión discursiva refleja, también, una voluntad de transgresión, y no podemos explicar con las reglas algo que está diseñado para dinamitarlas. Puede que el masculino genérico no se deba, tan obviamente como convendría a nuestra agenda, al patriarcado, pero eso no significa que no podamos tomarlo de rehén gramatical para dejar clara una postura política, para causar escozor entre quienes están muy cómodos con lengua y patriarcado por igual. Con la diferencia de que nuestro «rehén» está a salvo, no es ninguna víctima, es un gigante de siglos que se ríe con ternura de quienes lo defienden arrebatados de una devoción religiosa. Por eso, buscarle explicaciones lingüísticas a lo que es estrictamente político (de nuevo, en el mejor sentido), resulta ocioso. La Equis no quiere refundar el kafkiano entramado lógico de los géneros gramaticales y sus concordancias; es muy probable, si así fuera, que no lo logre. No quiere —al menos no en primer término— modificar la realidad, sino hacerla patente, y esto es vital en sistemas de opresión cuyo mayor éxito es la invisibilidad. Si eso, dentro de un movimiento social más grande y de muchas otros frentes, es fructuoso o no, es harina de otro costal. ¿Porqué usamos La Equis, querido Adrián del pasado? Por chingar, por eso. Por chingar con conocimiento de causa, con esperanza de futuro. No te devanes los sesos con análisis etimológicos y defensas apasionadas de la lengua que por lo demás te heredaron unos soldados borrachos y unos curas aterradores del siglo dieciséis (ok, ok, y quizá también Sor Juana). No es toda tu culpa no entenderlo ahora; con el tiempo, y a la luz de la evidencia, terminarás por comprender que la inclusión discursiva tiene toda la dignidad de una mancha hecha a propósito, y que no necesita más justificación. Incluso a veces lo vas a usar, a veces no; al principio te va a costar trabajo porque fuiste educado para repelerlo, y también porque a veces en tu cabeza se impondrá el sesgo lingüístico; a veces optarás discretamente por otras opciones. Pero las otras veces, cuando sí lo uses, aunque sea así, intermitente, sin mucho método, te va a recordar, y les va a recordar a lxs demás, que el mundo no es justo, pero que los mecanismos de esa injusticia no son ni tan obvios ni tan inmutables como a quienes se benefician de ella les gusta pensar.

 
 

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